martes, 15 de junio de 2010

Crónica de la ciudad de Montevideo

Ésta historia la escuché por primera vez a los cinco años, o seis, cuando el concepto de amistad residía en compartir un espacio con mis hermanos, corretear libre por el patio de la casa de mi abuela jugando con ramas que, de un segundo a otro, pasaban a ser un arma último modelo y que instantes después, luego de yacer muerto en el piso, se convertía en espada, y quizás también en manubrio de bicicleta. Así pasaba mis días y mis mañanas entre la niñez y el verano que no acababa nunca.
Esta historia la escuche por primera vez sentado en el piso del porche, sentado como indio de piernas cruzadas y con los codos pegados a mis rodillas y mis manos sosteniendo la cara desde su base, la pera.
Me acuerdo que era de mañana, que mi Bis Abuela se mecía placida en la silla y mientras la relataba, yo miraba fijo como sus piernas se mecían y como el mecerse acompañaba rítmicamente el compás de su voz y el de la historia.
La escuche por primera vez en un tiempo donde Galeano no existía para mis ojos, y que por lo visto tampoco hacía falta.
Así paso esta historia como tantas otras. Ella siempre balanceándose silenciosa y yo siempre mirándola sin mirarla, con la cara tensionada, inmóvil, respirando poco, reservando el resto de mis energías en abrir los oídos y memorizar cada una de sus palabras.
Así pasaron como péndulos aquellas mañanas entre sus interminables historias, la escondida y “piedra libre para todos los compas”, volando con la imaginación y sus inacabables formas, queriéndola sin decírselo y abrazándola sin tocarla.

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